Sobre la crítica en la izquierda revolucionaria
Existen quienes buscan en toda reflexión
sobre una revolución en desarrollo un estimulante para la exaltación lírica,
para la borrachera heroica. El
conocimiento lúcido y racional sobre las dificultades y las limitaciones de las
luchas liberadoras frente al enorme poder del adversario, y los peligros de
degeneración y de nuevas formas de opresión que éstas propias luchas traen
consigo, pueden parecer un elemento de desmoralización y escepticismo. Los que combaten sólo admiten que alguien
desde afuera de la pelea los anime con voces de aliento o con diatribas al adversario,
pero no con recomendaciones técnicas sobre la manera de pelear. La observación de nuestros propios errores
puede parecer un modo de dar armas al enemigo, una forma indirecta de favorecer
a la reacción, por lo que sería preferible callar. Por el contrario, pienso que es preciso
adelantarse al enemigo quitándole la iniciativa del ataque, y que la única
forma de corregir las propias equivocaciones es reconociéndolas. La verdad siempre es revolucionaria, decía
Gramsci, a lo que habría que agregar: la mentira piadosa, el ocultamiento a sí
mismo y a los demás de la realidad, la ficción establecida, el silencio
cómplice, el secreto de Estado no pueden ser sino los medios de la
contrarrevolución.
Mostrar que las revoluciones hasta ahora han
sido derrotadas o traicionadas, que sólo se han obtenido logros muy parciales,
que el socialismo no existe todavía en ninguna parte del mundo, puede producir
un peligroso desaliento entre los que luchan. Pero el teórico que se propone el conocimiento
de la realidad social está obligado a mostrar también los aspectos negativos,
no pueden regirse por la estrategia de la movilización según la cual es
conveniente absolutizar la causa que se defiende, preocuparse tan solo por la
eficacia y no por el sentido de la acción.
Sostener que un conocimiento es peligroso si
no favorece a la causa que consideramos justa, sin preocuparse por mostrar si
es falso o verdadero, es lisa y llanamente sustituir el pensamiento dialéctico
por ideología, como lo entendía Marx, una deformación de la realidad,
idealizándola, y fantaseando sobre ella en provecho de determinados intereses
de clase, de determinada eficacia política. La ideología con todo lo que implica de falsa
conciencia, de ilusión y de mistificación es imprescindible en toda acción
llevada a cabo por una clase que se propone una revolución parcial –por ejemplo
la revolución burguesa- al tratar de hacer creer y de creerse ella misma que
representa los interese generales de la humanidad y no sus intereses particulares.
En cambio quien se proponga una
revolución total, cuyos objetivos coincidan efectivamente con los de toda la
humanidad, la ideología debe ser sustituida por el pensamiento científico, por
la teoría social, cuyas condiciones son la libertad crítica, el espíritu de
protesta, la investigación despojada de prejuicios. Todo intento por convertir una teoría
revolucionaria en una ideología, en la racionalización justificadora de una
táctica política, tal como lo hizo el stalinismo, implica quitarle su validez
universal de conocimiento científico. El extremismo ideológico, aunque se esgrima en
nombre de la historia, de la dialéctica y de la desalienación, es siempre una
forma de razonamiento antihistórico, antidialéctico y alienante.
El hombre de acción tal vez recordará en
contra del teórico, que en su célebre tesis XI sobre Feurebach, Marx decía que
lo importante no es interpretar al mundo sino transformarlo. Pero la acción sin el conocimiento real del
mundo no transforma nada y, por otra parte, el conocimiento más abstracto es
siempre susceptible de provocar una acción que transforme el mundo. El pensamiento actúa y la acción se piensa. Al fin, las charlas aparentemente vanas de los
iluministas del siglo XVIII en los salones parisienses, terminaron con la toma
de la Bastilla. Un desmentido a la falsa
interpretación de la tesis XI es el ejemplo del propio Marx que no logró en
vida el menor éxito en sus actividades prácticas por la transformación del
mundo, pero que lo consiguió con posterioridad mediante su labor de teórico, a
la cual, por otra parte, había dedicado lo mejor de sí.
Lo contrario del teórico no es el hombre de
acción –“no hay acción revolucionaria sin teoría revolucionaria”- decía Lenin
que era a la vez un teórico y un hombre de acción. Lo contrario del teórico es el burócrata que
se apoya para manipular a las masas en una ideología absoluta, dogmática y
esquemática, más allá de toda crítica y discusión y que sólo exige respeto y
obediencia. La tarea del intelectual, según
el burócrata, quedaría reducida de ese modo, a la justificación ideológica y a
la apología de las órdenes impartidas desde arriba por los dirigentes
políticos, los que supuestamente tienen el patrimonio de hacer la historia y,
por lo tanto, el derecho de decidir por todos. Existe también una especia de
antiitelectualismo masoquista que lleva a ciertos intelectuales a un
renunciamiento del pensamiento libre y crítico parta acatar ciegamente a una
supuesta “voluntad colectiva”. Esta actitud es llevada al paroxismo en nuestra
épica por los intelectuales stalinistas de los años 30 y 40, y, más cerca de
nosotros, por ciertos intelectuales peronistas que aceptan la “verticalidad”.
Ya Franz Kafka se había referido a esa actitud cuando decía en su carta al padre:
“El animal arranca el látigo de la mano del amo y se flagela a sí mismo, para
convertirse en amo, sin saber que es sólo una fantasía producida por un nuevo
nudo en la correa del látigo.”
Se podrá aun objetar que si la posición crítica
es válida, sólo puede ser hecha desde dentro, que la labor teórica es válida
pero indisolublemente unida a la praxis. El que a cada momento expone su vida en una
lucha a muerte, puede negar el derecho a que alguien se atreva a criticar sus
métodos desde la comodidad de su escritorio usando tan sólo una máquina de
escribir. En la opción en que se encuentra todo intelectual militante entre el
pensamiento y la acción –por más que se reconozca la unidad indisoluble de
ambos-, siempre es preciso dar prioridad a una de las dos actitudes pues ambas
al mismo tiempo son bastantes difíciles de realizar en una sociedad de clases
basada en la división del trabajo. Aún en los casos excepcionales como el de
Trotsky donde se unen genialmente la acción y el pensamiento, debe observarse que
su principal labor teórica fue realizada en los largos años de aislamiento y
soledad de la cárcel y el exilio. En general son las tendencias personales o las
circunstancias de la propia vida las que llevan a decidir sacrificar uno de los
dos medios igualmente necesarios para la transformación de la sociedad, pero
nadie tiene derecho a reprochar al que ha elegido la otra parte.
El conocimiento tiene una autonomía, una
independencia relativa, una realidad propia que se rige por sus propias leyes,
y no se lo puede reducir a un mero momento de la práctica política
hipertrofiada, absolutizada. Contra
la actitud antiteórica, espontaneísta, de culto a la acción pura, a los hechos
desnudos, y desprecio por el discurso intelectual que caracteriza al activismo
en boga, es preciso afirmar la legitimidad del teórico que analiza una realidad
social en la que no participa directamente.
Desde la singularidad y la inmediatez de la
práctica pura aislada de toda teoría, es imposible llegar a un conocimiento
universal y totalizador. Mediante
la práctica cotidiana de largos años de militancia obrera, no se hubiera
llegado nunca a la teoría científica del marxismo, para lo cual hizo falta un
intelectual que se pasó la vida estudiando la filosofía alemana, la economía
inglesa y el utopismo francés, es decir, teorías abstractas que no derivaron
del activismo. La teoría científica no nace
espontáneamente de la lucha en la fábrica o
en la calle, sino primeramente en una conciencia individual para
convertirse luego en fuerza cuando las masas la comprenden y la adoptan. Cuando Marx habla de la unidad indisoluble
entre la teoría y la práctica, no quiere decir que la teoría deba surgir
inevitablemente de la práctica, ni que esté subordinada unilateralmente a éste,
sino que debe confrontarse con la realidad social, único criterio de verdad,
que debe ser verificada en la práctica, entendiendo por la tal no a la
actividad individual del teórico sino la praxis de la sociedad en su totalidad.
Marx y Engels reivindicaron en determinadas
circunstancias de su vida la autonomía del pensamiento teórico frente a la
acción política cuando, por ejemplo, optaron por el aislamiento ante una
actividad política que los obligaba a concesiones indignas y hasta que llegaran
hombres y tiempos capaces de comprenderlos. En carta a Marx de febrero de 1851, Engels
consideraba que termina por convertirse en “mentecato, idiota y vil bellaco”
aquel que no sabe retraerse y refugiarse “en la posición del escritor
independiente sin andar preguntando por
el que llaman partido revolucionario a diestra y siniestra”. A los que Marx responde: “A mí me agrada mucho
este aislamiento público en que estamos tú y yo. Se ajusta totalmente a nuestra posición en que
estamos tú y yo. Se ajusta totalmente a nuestra
posición y a nuestros principios”. Y Engels otra vez: “Por fin volveremos a tener por primera vez
desde hace mucho tiempo, ocasión de demostrar que nosotros no necesitamos de
popularidad ni de apoyo de ningún partido de ningún país, y que nuestra
posición está por entero al margen de todas esas miserias. En adelante sólo seremos responsables de
nosotros mismos”.[1]
En cuanto a Trotsky a quien nadie podrá
reprochar no haber sido un hombre de acción, sentía un respeto tan grande por
la actividad teórica que llegó a formular estas declaraciones: “Para mí, los
mejores y más caros productos de la civilización han sido siempre –y lo siguen
siendo- un libro bien escrito, en cuyas páginas haya algún pensamiento nuevo, y
una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los demás los míos propios.
Jamás me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas veces en medio de los
ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensación de que la labor
revolucionaria me impedía estudiar metódicamente!”. [2]
En la historia del pensamiento político existen
en todas las épocas algunos intelectuales que apartándose de las luchas de su
época se retiraron, no a una torre de marfil sino a un observatorio, desde el
cual, como dice Isaac Deutscher, él mismo un ejemplo de ese tipo de
intelectuales: “interpretan su tiempo con mayor veracidad y penetración que los
partidarios temibles y rebosantes de odio de ambos bandos”.[3]
No debe temerse que el pensamiento crítico
–con las dudas que engendra- pueda constituir un obstáculo parta la eficacia de
la acción, por el contrario, sólo un racionalismo lúcido nos permite
desenmascarar las ilusiones que nos llevan a perdernos en los callejones sin
salida de la historia, y superar todos los fracasos, extrayendo de ellos una
lección. Sólo los que encaran la lucha
política como una actitud religiosa –con lo que ésta implica de fe ciega, de
obediencia a la autoridad y de devoción- se vuelven totalmente escépticos
cuando descubren que la Revolución no es la instauración del Reino de los
Cielos sobre la tierra. Ejemplos clásicos de estas desilusiones históricas son
los ex jacobinos que reniegan de la Revolución Francesa después de Thermidor, o
los ex comunistas que se arrojan en brazos de la reacción después de haber
confundido durante años al socialismo con Stalin.
La crítica a la revolución de nuestro tiempo
no debe confundirse con el desencanto de las ilusiones perdidas, la melancolía
de los sueños de juventud que el tiempo se encarga de mellar. No se trata de oponerle la
pureza del ideal a la corrupción que inevitablemente sufre éste por su
realización en el mundo, ni el heroísmo revolucionario de los primeros tiempos
a la prosa gris de la tarea cotidiana que viene después. No se trata de caer en
la oposición del alma bella al curso del mundo, tal como la describiera Hegel:
el alma bella no quiere realizar su ideal en el mundo porque inevitablemente se
tergiversa; no quiere, por lo tanto, modificar la sociedad sino conservarse
como opositora a ella, pues es la única manera de mantener inmaculadas sus
armas, y aun las de su adversario, en tanto que para el curso del mundo nada es
sagrado, y debe aceptarse la corrupción de todo ideal.
No se trata de afirmar como lo hace el alma
bella –frecuentemente mezclada con el pensamiento conservador- que las únicas
revoluciones hermosas son las que fracasan y los únicos revolucionarios puros
los que aceptan el camino del destierro o la corona del martirios, ni tampoco
afirmar el error simétrico del curso del mundo –frecuentemente mezclado con el
pensamiento de las burocracias usurpadoras de las revoluciones triunfantes- según
el cual las revoluciones sólo pueden realizarse mediante la corrupción de los
principios que la impulsaron. Se trata, por el contrario, de mostrar, las
condiciones materiales, las leyes sociales objetivas que hacen que una determinada
revolución en una determinada circunstancia histórica –inmadurez de las fuerzas
productivas, insuficiencia de la base técnica- esté condenada al fracaso o a la
corrupción. Esto no significa de ninguna manera mostrar que toda revolución
está destinada al fracaso, que el socialismo es una utopía, que todo
pensamiento revolucionario es una equivocación, lo cual sería caer nuevamente
en el razonamiento pragmatista que identifica la verdad con el éxito. La Comuna
de París en 1971 fue derrotada y constituyó, sin embargo para Marx y Lenin, y
sigue constituyendo aun hoy, un ejemplo de las posibilidades revolucionarias de
la clase trabajadora. Otro tanto puede decirse de la revolución derrotada de los
obreros catalanes y asturianos en 1936. Por el contrario, el stalinismo
constituyó de acuerdo con los fines que se propuso –la implantación del poder
burocrático- un triunfo y, sin embargo, desde una perspectiva revolucionaria constituye
una derrota para el proletariado ruso y el del mundo entero. Puesto que no
identificamos el triunfo con la verdad, ni el fracaso con el error, tampoco
podemos aceptar el criterio convencional de la izquierda, según el cual el
optimismo o la positividad es la única actitud que corresponde a quien desea la
transformación de la sociedad, reservándose el pesimismo o al negatividad para
quienes rechaza la posibilidad de esa transformación. Contra el optimismo triunfalista
que oculta la situación real para sustituirla con las buenas intenciones de un
voluntarismo heroico que a veces tiene éxito pero con medios y en
circunstancias que implican desviarse de los verdaderos fines de la revolución,
el revolucionario sabe ser pesimista cuando la situación no da para otra cosa,
y sabe evaluar las condiciones desfavorables, la fuerza superior del
adversario, y las debilidades y limitaciones
propias. En la sociedad actual como dice Marcuse “aun es demasiado temprano
para lo positivo” (El fin del a utopía)
y en otra parte: “Tener miedo de ser demasiado negativo, el deseo comprensible
de ser un poco optimistas y descubrir fuerzas revolucionarias, son buenas
intenciones que alimentan ilusiones, desvían y debilitan a la oposición, al
tiempo que favorecen al régimen establecido” (Réplica a Karl Miller).
Para una acción revolucionaria que pretende
apoyarse en un pensamiento dialéctico, es decir que ve la contradicción unánimemente
en todas las cosas, lo primordial es ver la contradicción en sí misma. No tratando
de ocultar su parte negativa.
La razón dialéctica es crítica, oposición, negación
del estado de cosas dado la que sólo admite como transitorio, perecedero; y a
la vez señalamiento de las posibilidades de desarrollo de las realidad
existente, de los antagonismo latentes que la impulsan hacia formas nuevas. La
negatividad radical del pensamiento revolucionario no debe detenerse ante nada,
no ante sí mismo; también debe negarse a sí mismo para avanzar más allá,
destruyendo toda positividad cuando ésta es un freno para seguir adelante. El
concepto de Revolución no es sólo lo que ha sido ni lo que es, sino mucho más
que eso, y ninguna de sus encarnaciones en la historia tiene derecho a
adjudicarse toda la verdad.