viernes, 3 de enero de 2014

Sobre la crítica interna en la izquierda revolucionaria

Sobre la crítica en la izquierda revolucionaria

Existen quienes buscan en toda reflexión sobre una revolución en desarrollo un estimulante para la exaltación lírica, para la borrachera heroica. El conocimiento lúcido y racional sobre las dificultades y las limitaciones de las luchas liberadoras frente al enorme poder del adversario, y los peligros de degeneración y de nuevas formas de opresión que éstas propias luchas traen consigo, pueden parecer un elemento de desmoralización y escepticismo. Los que combaten sólo admiten que alguien desde afuera de la pelea los anime con voces de aliento o con diatribas al adversario, pero no con recomendaciones técnicas sobre la manera de pelear. La observación de nuestros propios errores puede parecer un modo de dar armas al enemigo, una forma indirecta de favorecer a la reacción, por lo que sería preferible callar. Por el contrario, pienso que es preciso adelantarse al enemigo quitándole la iniciativa del ataque, y que la única forma de corregir las propias equivocaciones es reconociéndolas. La verdad siempre es revolucionaria, decía Gramsci, a lo que habría que agregar: la mentira piadosa, el ocultamiento a sí mismo y a los demás de la realidad, la ficción establecida, el silencio cómplice, el secreto de Estado no pueden ser sino los medios de la contrarrevolución.


Mostrar que las revoluciones hasta ahora han sido derrotadas o traicionadas, que sólo se han obtenido logros muy parciales, que el socialismo no existe todavía en ninguna parte del mundo, puede producir un peligroso desaliento entre los que luchan. Pero el teórico que se propone el conocimiento de la realidad social está obligado a mostrar también los aspectos negativos, no pueden regirse por la estrategia de la movilización según la cual es conveniente absolutizar la causa que se defiende, preocuparse tan solo por la eficacia y no por el sentido de la acción.

Sostener que un conocimiento es peligroso si no favorece a la causa que consideramos justa, sin preocuparse por mostrar si es falso o verdadero, es lisa y llanamente sustituir el pensamiento dialéctico por ideología, como lo entendía Marx, una deformación de la realidad, idealizándola, y fantaseando sobre ella en provecho de determinados intereses de clase, de determinada eficacia política. La ideología con todo lo que implica de falsa conciencia, de ilusión y de mistificación es imprescindible en toda acción llevada a cabo por una clase que se propone una revolución parcial –por ejemplo la revolución burguesa- al tratar de hacer creer y de creerse ella misma que representa los interese generales de la humanidad y no sus intereses particulares. En cambio quien se proponga una revolución total, cuyos objetivos coincidan efectivamente con los de toda la humanidad, la ideología debe ser sustituida por el pensamiento científico, por la teoría social, cuyas condiciones son la libertad crítica, el espíritu de protesta, la investigación despojada de prejuicios. Todo intento por convertir una teoría revolucionaria en una ideología, en la racionalización justificadora de una táctica política, tal como lo hizo el stalinismo, implica quitarle su validez universal de conocimiento científico. El extremismo ideológico, aunque se esgrima en nombre de la historia, de la dialéctica y de la desalienación, es siempre una forma de razonamiento antihistórico, antidialéctico y alienante.

El hombre de acción tal vez recordará en contra del teórico, que en su célebre tesis XI sobre Feurebach, Marx decía que lo importante no es interpretar al mundo sino transformarlo. Pero la acción sin el conocimiento real del mundo no transforma nada y, por otra parte, el conocimiento más abstracto es siempre susceptible de provocar una acción que transforme el mundo. El pensamiento actúa y la acción se piensa. Al fin, las charlas aparentemente vanas de los iluministas del siglo XVIII en los salones parisienses, terminaron con la toma de la Bastilla. Un desmentido a la falsa interpretación de la tesis XI es el ejemplo del propio Marx que no logró en vida el menor éxito en sus actividades prácticas por la transformación del mundo, pero que lo consiguió con posterioridad mediante su labor de teórico, a la cual, por otra parte, había dedicado lo mejor de sí.

Lo contrario del teórico no es el hombre de acción –“no hay acción revolucionaria sin teoría revolucionaria”- decía Lenin que era a la vez un teórico y un hombre de acción. Lo contrario del teórico es el burócrata que se apoya para manipular a las masas en una ideología absoluta, dogmática y esquemática, más allá de toda crítica y discusión y que sólo exige respeto y obediencia. La tarea del intelectual, según el burócrata, quedaría reducida de ese modo, a la justificación ideológica y a la apología de las órdenes impartidas desde arriba por los dirigentes políticos, los que supuestamente tienen el patrimonio de hacer la historia y, por lo tanto, el derecho de decidir por todos. Existe también una especia de antiitelectualismo masoquista que lleva a ciertos intelectuales a un renunciamiento del pensamiento libre y crítico parta acatar ciegamente a una supuesta “voluntad colectiva”. Esta actitud es llevada al paroxismo en nuestra épica por los intelectuales stalinistas de los años 30 y 40, y, más cerca de nosotros, por ciertos intelectuales peronistas que aceptan la “verticalidad”. Ya Franz Kafka se había referido a esa actitud cuando decía en su carta al padre: “El animal arranca el látigo de la mano del amo y se flagela a sí mismo, para convertirse en amo, sin saber que es sólo una fantasía producida por un nuevo nudo en la correa del látigo.”

Se podrá aun objetar que si la posición crítica es válida, sólo puede ser hecha desde dentro, que la labor teórica es válida pero indisolublemente unida a la praxis. El que a cada momento expone su vida en una lucha a muerte, puede negar el derecho a que alguien se atreva a criticar sus métodos desde la comodidad de su escritorio usando tan sólo una máquina de escribir. En la opción en que se encuentra todo intelectual militante entre el pensamiento y la acción –por más que se reconozca la unidad indisoluble de ambos-, siempre es preciso dar prioridad a una de las dos actitudes pues ambas al mismo tiempo son bastantes difíciles de realizar en una sociedad de clases basada en la división del trabajo. Aún en los casos excepcionales como el de Trotsky donde se unen genialmente la acción y el pensamiento, debe observarse que su principal labor teórica fue realizada en los largos años de aislamiento y soledad de la cárcel y el exilio. En general son las tendencias personales o las circunstancias de la propia vida las que llevan a decidir sacrificar uno de los dos medios igualmente necesarios para la transformación de la sociedad, pero nadie tiene derecho a reprochar al que ha elegido la otra parte.

El conocimiento tiene una autonomía, una independencia relativa, una realidad propia que se rige por sus propias leyes, y no se lo puede reducir a un mero momento de la práctica política hipertrofiada, absolutizada. Contra la actitud antiteórica, espontaneísta, de culto a la acción pura, a los hechos desnudos, y desprecio por el discurso intelectual que caracteriza al activismo en boga, es preciso afirmar la legitimidad del teórico que analiza una realidad social en la que no participa directamente.

Desde la singularidad y la inmediatez de la práctica pura aislada de toda teoría, es imposible llegar a un conocimiento universal y totalizador. Mediante la práctica cotidiana de largos años de militancia obrera, no se hubiera llegado nunca a la teoría científica del marxismo, para lo cual hizo falta un intelectual que se pasó la vida estudiando la filosofía alemana, la economía inglesa y el utopismo francés, es decir, teorías abstractas que no derivaron del activismo. La teoría científica no nace espontáneamente de la lucha en la fábrica o  en la calle, sino primeramente en una conciencia individual para convertirse luego en fuerza cuando las masas la comprenden y la adoptan. Cuando Marx habla de la unidad indisoluble entre la teoría y la práctica, no quiere decir que la teoría deba surgir inevitablemente de la práctica, ni que esté subordinada unilateralmente a éste, sino que debe confrontarse con la realidad social, único criterio de verdad, que debe ser verificada en la práctica, entendiendo por la tal no a la actividad individual del teórico sino la praxis de la sociedad en su totalidad.

Marx y Engels reivindicaron en determinadas circunstancias de su vida la autonomía del pensamiento teórico frente a la acción política cuando, por ejemplo, optaron por el aislamiento ante una actividad política que los obligaba a concesiones indignas y hasta que llegaran hombres y tiempos capaces de comprenderlos. En carta a Marx de febrero de 1851, Engels consideraba que termina por convertirse en “mentecato, idiota y vil bellaco” aquel que no sabe retraerse y refugiarse “en la posición del escritor independiente sin andar  preguntando por el que llaman partido revolucionario a diestra y siniestra”. A los que Marx responde: “A mí me agrada mucho este aislamiento público en que estamos tú y yo. Se ajusta totalmente a nuestra posición en que estamos tú y yo. Se ajusta totalmente a nuestra posición y a nuestros principios”. Y Engels otra vez: “Por fin volveremos a tener por primera vez desde hace mucho tiempo, ocasión de demostrar que nosotros no necesitamos de popularidad ni de apoyo de ningún partido de ningún país, y que nuestra posición está por entero al margen de todas esas miserias. En adelante sólo seremos responsables de nosotros mismos”.[1]

En cuanto a Trotsky a quien nadie podrá reprochar no haber sido un hombre de acción, sentía un respeto tan grande por la actividad teórica que llegó a formular estas declaraciones: “Para mí, los mejores y más caros productos de la civilización han sido siempre –y lo siguen siendo- un libro bien escrito, en cuyas páginas haya algún pensamiento nuevo, y una pluma bien tajada con la que poder comunicar a los demás los míos propios. Jamás me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas veces en medio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la sensación de que la labor revolucionaria me impedía estudiar metódicamente!”. [2]

En la historia del pensamiento político existen en todas las épocas algunos intelectuales que apartándose de las luchas de su época se retiraron, no a una torre de marfil sino a un observatorio, desde el cual, como dice Isaac Deutscher, él mismo un ejemplo de ese tipo de intelectuales: “interpretan su tiempo con mayor veracidad y penetración que los partidarios temibles y rebosantes de odio de ambos bandos”.[3]
No debe temerse que el pensamiento crítico –con las dudas que engendra- pueda constituir un obstáculo parta la eficacia de la acción, por el contrario, sólo un racionalismo lúcido nos permite desenmascarar las ilusiones que nos llevan a perdernos en los callejones sin salida de la historia, y superar todos los fracasos, extrayendo de ellos una lección. Sólo los que encaran la lucha política como una actitud religiosa –con lo que ésta implica de fe ciega, de obediencia a la autoridad y de devoción- se vuelven totalmente escépticos cuando descubren que la Revolución no es la instauración del Reino de los Cielos sobre la tierra. Ejemplos clásicos de estas desilusiones históricas son los ex jacobinos que reniegan de la Revolución Francesa después de Thermidor, o los ex comunistas que se arrojan en brazos de la reacción después de haber confundido durante años al socialismo con Stalin.

La crítica a la revolución de nuestro tiempo no debe confundirse con el desencanto de las ilusiones perdidas, la melancolía de los sueños de juventud que el tiempo se encarga de mellar. No se trata de oponerle la pureza del ideal a la corrupción que inevitablemente sufre éste por su realización en el mundo, ni el heroísmo revolucionario de los primeros tiempos a la prosa gris de la tarea cotidiana que viene después. No se trata de caer en la oposición del alma bella al curso del mundo, tal como la describiera Hegel: el alma bella no quiere realizar su ideal en el mundo porque inevitablemente se tergiversa; no quiere, por lo tanto, modificar la sociedad sino conservarse como opositora a ella, pues es la única manera de mantener inmaculadas sus armas, y aun las de su adversario, en tanto que para el curso del mundo nada es sagrado, y debe aceptarse la corrupción de todo ideal.

No se trata de afirmar como lo hace el alma bella –frecuentemente mezclada con el pensamiento conservador- que las únicas revoluciones hermosas son las que fracasan y los únicos revolucionarios puros los que aceptan el camino del destierro o la corona del martirios, ni tampoco afirmar el error simétrico del curso del mundo –frecuentemente mezclado con el pensamiento de las burocracias usurpadoras de las revoluciones triunfantes- según el cual las revoluciones sólo pueden realizarse mediante la corrupción de los principios que la impulsaron. Se trata, por el contrario, de mostrar, las condiciones materiales, las leyes sociales objetivas que hacen que una determinada revolución en una determinada circunstancia histórica –inmadurez de las fuerzas productivas, insuficiencia de la base técnica- esté condenada al fracaso o a la corrupción. Esto no significa de ninguna manera mostrar que toda revolución está destinada al fracaso, que el socialismo es una utopía, que todo pensamiento revolucionario es una equivocación, lo cual sería caer nuevamente en el razonamiento pragmatista que identifica la verdad con el éxito. La Comuna de París en 1971 fue derrotada y constituyó, sin embargo para Marx y Lenin, y sigue constituyendo aun hoy, un ejemplo de las posibilidades revolucionarias de la clase trabajadora. Otro tanto puede decirse de la revolución derrotada de los obreros catalanes y asturianos en 1936. Por el contrario, el stalinismo constituyó de acuerdo con los fines que se propuso –la implantación del poder burocrático- un triunfo y, sin embargo, desde una perspectiva revolucionaria constituye una derrota para el proletariado ruso y el del mundo entero. Puesto que no identificamos el triunfo con la verdad, ni el fracaso con el error, tampoco podemos aceptar el criterio convencional de la izquierda, según el cual el optimismo o la positividad es la única actitud que corresponde a quien desea la transformación de la sociedad, reservándose el pesimismo o al negatividad para quienes rechaza la posibilidad de esa transformación. Contra el optimismo triunfalista que oculta la situación real para sustituirla con las buenas intenciones de un voluntarismo heroico que a veces tiene éxito pero con medios y en circunstancias que implican desviarse de los verdaderos fines de la revolución, el revolucionario sabe ser pesimista cuando la situación no da para otra cosa, y sabe evaluar las condiciones desfavorables, la fuerza superior del adversario, y las debilidades  y limitaciones propias. En la sociedad actual como dice Marcuse “aun es demasiado temprano para lo positivo” (El fin del a utopía) y en otra parte: “Tener miedo de ser demasiado negativo, el deseo comprensible de ser un poco optimistas y descubrir fuerzas revolucionarias, son buenas intenciones que alimentan ilusiones, desvían y debilitan a la oposición, al tiempo que favorecen al régimen establecido” (Réplica a Karl Miller).

Para una acción revolucionaria que pretende apoyarse en un pensamiento dialéctico, es decir que ve la contradicción unánimemente en todas las cosas, lo primordial es ver la contradicción en sí misma. No tratando de ocultar su parte negativa.

La razón dialéctica es crítica, oposición, negación del estado de cosas dado la que sólo admite como transitorio, perecedero; y a la vez señalamiento de las posibilidades de desarrollo de las realidad existente, de los antagonismo latentes que la impulsan hacia formas nuevas. La negatividad radical del pensamiento revolucionario no debe detenerse ante nada, no ante sí mismo; también debe negarse a sí mismo para avanzar más allá, destruyendo toda positividad cuando ésta es un freno para seguir adelante. El concepto de Revolución no es sólo lo que ha sido ni lo que es, sino mucho más que eso, y ninguna de sus encarnaciones en la historia tiene derecho a adjudicarse toda la verdad. 




[1] Citados por Franz Mehring: Carlos Marx. México, Grijaldo, 1957, pág. 227.
[2] León Trotsky:  Mi vida. México, Editorial Colón, 1946, tomo 1, pág. 17.
[3] Isaac Deutscher: La conciencia de un ex comunista, recopilado por Wright Mills: Los marxistas México, Era, 1964, pág. 327.

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