MAR DEL PLATA – EL OCIO REPRESIVO
Juan José Sebreli
“Mar del Plata, la
ciudad feliz”
(De los Diarios)
“Los individuos pueden sentirse felices,
sentir felicidad y, sin embargo, no ser felices, porque no conocen la verdadera
felicidad”
(Marcuse: Cultura
y Sociedad).
Introducción
Desde 1886, las vacaciones en Mar del Plata
constituyen una ceremonia ritual de la alta burguesía argentina. A partir de 1934 la clase media participa
igualmente de la ceremonia, y desde 1946 comienza a hacerlo la clase obrera. Las vacaciones ocupan un lugar preponderante
en la vida y en la imaginación de la sociedad argentina a través de sus
diversas clases y Mar del Plata, por consiguiente, ocupa un lugar preponderante
en la economía del país. Es así
como en un continente subdesarrollado, una ciudad de consumo puro como Mar del
Plata ostenta los mayores índices de crecimiento, hecho inusitado aún si se lo
compara con cualquier ciudad balnearia del mundo entero. Todos los años al comenzar el verano se
produce una espectacular migración humana que transforma a una apacible ciudad
provinciana de trescientos mil habitantes en una congestionada metrópoli de
hasta tres millones de personas, con los consiguientes conflictos humanos que
tales cambios acarrean.
Resulta un síntoma alarmante del grado de
pobreza y de la falta de sentido de la realidad de nuestra sociología llamada
científica, que un fenómeno tan singular como el del turismo en Mar del Plata,
no haya sido aún, hasta el momento, ni siquiera vislumbrado por nuestros
sociólogos, quienes ocupados exclusivamente de cuestiones programáticas y
metodológicas, posponen siempre para más adelante los análisis concretos.
El concepto de ocio represivo que me sirve
para interpretar el fenómeno turístico, es un derivado de la teoría de la desublimación
represiva expuesta por Marcuse. La
desublimación represiva, según Marcuse, es una “liberación de la sexualidad en
modo y bajo formas que disminuyen y debilitan la energía erótica”[1].
Cuando los
elementos sexuales son introducidos en la publicidad comercial, en el cine, en
la televisión y, en el caso que nos interesa aquí, en la industria del turismo,
no significa que el erotismo haya extendido su dominio sino que se lo ha
convertido en mercancía, en valor de cambio, al servicio de los grandes intereses
de la sociedad capitalista.
La Economía del
Desperdicio
Paul Barán y Paul Sweezy –La economía política del crecimiento y El capital monopolista- han mostrado que
el uso del excedente económico, entendiendo por tal la diferencia entre la
producción de una sociedad y su consumo efectivo, muestra el grado de
irracionalidad del sistema capitalista. Irracionalidad que no debe considerarse
como una mera desviación sino como algo inherente al sistema y, por lo tanto,
insuperable dentro de los marcos del mismo. Ningún país puede ejemplificar
mejor que el nuestro tal irracionalidad, y ninguna ciudad como mar del Plata
puede mostrar tan claramente la locura del capitalismo argentino.
Lejos de ampliar la capacidad productiva,
invirtiéndose en la infraestructura y en la industria de base, el excedente
económico de la sociedad argentina es consumido en gastos suntuarios por las
clases altas y gran parte de la clase media, siendo uno de estos gastos la
inversión inmobiliaria en mar del Plata, destinada exclusivamente al turismo.
Como consecuencia, gran parte de la clase trabajadora es alejada de ocupaciones
productivas para dedicarse a proveer el gasto suntuario, fabricando artículos
de lujo –entre los cuales también deben incluirse las casas de departamentos de
Mar del plata-, meros objetos de ostentación, o a realizar servicios que sirven
exclusivamente para la distinción social.
En la época del capitalismo monopolista, el
turismo estaba inevitablemente destinado a convertirse en mercancía. Existe una
vasta organización industrial y comercial que se alimenta del consumo en gran
escala de amplias masas de turistas: los agentes de turismo, los hoteleros, las
empresas constructoras, los comerciantes, los fabricantes de artículos locales,
las empresas de transporte, las revistas ilustradas que se dedican a la
promoción de Mar del Plata durante todo el verano y por esos de esos círculos,
un semiproletariado que vive también del turismo: los fotógrafos, los
vendedores ambulantes, los lustrabotas, los mozos de café, los que viven de las
diversas “changa” que proporciona el turismo.
Miles de millones de pesos de producción
potencial se desperdician en una ciudad suntuaria, totalmente improductiva como
Mar del Plata, en un país donde faltan los recursos más necesarios para impulsar
el desarrollo económico y donde existen el hambre y la miseria en grandes
zonas. Se gastan fortunas en levantar enormes edificios que permanecerán
desocupados la mayor parte del año, en tanto gran parte de la población del
país, incluida la de Mar del Plata, vive en malas condiciones, y otra parte
habita tugurios miserables.
Los defensores del “consumismo” exaltan la
“soberanía del consumidor”, la libertad de gastar su dinero como mejor le
plazca, siendo una de esas maneras la de tener un departamento en Mar del
Plata. Por supuesto que tal soberanía no existe: la producción capitalista
impone el consumo forzoso por los medios persuasivos de la publicidad y la
técnica de ventas. Si el consumidor siente deseos de tener su departamento en
Mar del Plata, no es porque ese desea sea innato a la naturaleza humana, sino
simplemente porque existe una industria de la propiedad horizontal; no existe
una industria turística para satisfacer las exigencias del consumidor, por el
contrario, el consumidor debe practicar el turismo para satisfacer las
exigencias económicas de las industrias turísticas. Si la producción y el
consumo fueron tradicionalmente antagónicos, en la etapa monopolista del
capitalismo, el antagonismo se esfuma, no porque la producción se haya humanizado
adaptándose al consumo, sino porque, al contrario, el consumo se ha
deshumanizado adaptándose a la producción.
En la mínima medida que el consumidor elije
voluntariamente las formas de consumo lo hace porque la sociedad actual no le
brinda ningún tipo de satisfacción, ni en el trabajo, ni el ocio. Como también
observa Barán, el problema de la soberanía del consumidor “está en alcanzar un
orden económico y social que hará nacer un individuo motivado de manera
diferente, y que tendrá necesidades y gustos distintos”[2].
Las altas torres de Mar del Plata, serán
vistas algún día, en una futura y posible sociedad racional, como grandes
monumentos de la inutilidad y el desperdicio, una lujosa dilapidación de
energías para nada, al estilo de las pirámides egipcias. La inversión suntuaria
en Mar del Plata, es una forma de la prodigalidad ritual, que retira de la
circulación bienes que podrían ser empleados en productos necesarios para el
mejoramiento de la sociedad, y que se consagran, en cambio, a un culto ruinoso.
EL MITO DE LAS
VACACIONES
Tiempo Profano
y Tiempo Sagrado
La vida de los pueblos primitivos está hecha
de dos actividades distintas que se excluyen y se rechazan mutuamente: una
dedicada a la caza, la pesca y la guerra, la otra dedicada al culto religioso.
Emil Durkheim en Las formas elementales
de la religiosidad ha mostrado las estrechas relaciones de la ceremonia
religiosa con los días festivos, pues ella implica detención del trabajo,
suspensión de la vida pública y privada. La religión debe ser necesariamente
fiesta, puesto que el trabajo, destinado exclusivamente a satisfacer las
necesidades materiales de la vida, es por ello la actividad profana por
excelencia. Las fiestas se diferencian de los días hábiles como lo sagrado se
diferencia de los profano.
Es también Durkheim quien muestra, antes que
Huizinga, las relaciones entre la ceremonia religiosa y el juego. Siendo el
culto religioso una forma de recreación, es susceptible de desprenderse de los
fines trascendentales que lo motivaron y transformarse en mera distracción, de
ahí que las principales formas de juego parecen haber tenido su origen en la
religión.
Las mismas características de la ceremonia
religiosa, la fiesta sagrada y el juego volvemos a encontrarlos, ahora
confundidos, en uno de los grandes mitos del siglo veinte: las vacaciones esas
hierofanías fulgurantes que atraviesan la vida cotidiana del hombre
contemporáneo.
La definición dad por Huizinga en Homo ludens del juego y de la fiesta
puede aplicarse del mismo modo a las vacaciones: es una acción libre, al margen
de la vida cotidiana, desprovista de todo interés material y de toda utilidad,
y acontece en un tiempo y en un espacio expresamente determinados. La sociedad
de vacaciones vive en el gran Tiempo y en el Gran Espacio, al margen de la
historia y de la cotidianeidad.
Siendo la vida religiosa y la vida profana
incompatibles entre sí no pueden coexistir en un mismo espacio; es preciso,
pues, realizar un desplazamiento desde el lugar cotidiano de habitación y
trabajo hacia otro lugar consagrado especialmente al culto y donde toda
actividad profana esté excluida. La fiesta religiosa se realiza en un lugar
sagrado, templo, palacio, santuario, panteón, círculo mágico. Las festividades
dionisíacas en Grecia y las saturnales en Roma implicaban una excursión. Otro
tanto puede decirse de las peregrinaciones cristianas de la Edad Media.
Del mismo modo el juego se realiza en un
campo determinado, sea pista, estadio, cuadrilátero, palestra, casino,
escenario. Dice Huizinga al respecto: “Vimos que entre las características
formales del juego la más importante era la abstracción especial de la acción
del curso de la vida corriente. Se demarca material o idealmente, un espacio
cerrado, separado del ambiente cotidiano. En ese espacio se desarrolla el juego
y en él valen las reglas. También la demarcación de un lugar sagrado es el
distintivo primero de toda acción sacra. Esta exigencia de apartamiento es, en
el culto, incluyendo la magia y la vida jurídica, de significación mayor que la
meramente espacial o temporal. Caso todos los ritos de consagración e
iniciación suponen, para los ejecutantes y para los iniciados, situaciones
artificialmente aisladoras (…). El sacramento y el misterio suponen un lugar
consagrado. Por la forma, es lo mismo que lo que esté encercado se haga para un
fin santo o puro juego. La pista, el campo de tenis, el lugar marcado en el
pavimento para el juego infantil del cielo e infierno, y el tablero de ajedrez,
no se diferencias, formalmente, del templo ni del círculo mágico”[3].
Igualmente las vacaciones se realizan dentro
de un marco limitado, una ciudad o un pueblo exclusivamente dedicados al
turismo, y aun dentro de esa ciudad o pueblo, en ciertas zonas también
delimitadas: en Mar del Plata, por ejemplo, la zona que bordea la costa hasta
la avenida Independencia, pasando la cual el turista se encuentra de pronto en
el dominio de la vida cotidiana del marplatense que está fuera del juego. El
turista que se sale del límite convenido, como un jugador torpe que tira la
pelota fuera de la cancha, se encuentra intempestivamente en un universo
indiferente y hostil que destruye la magia de las vacaciones, allí los
marplatenses que van a su trabajo, que hacen su vida cotidiana, ofician de
aguafiestas pues al no participar del juego muestran el carácter momentáneo del
mismo, descubren la ilusión en que se funda el mundo del turista. Alrededor del
juego es preciso que exista un círculo para protegerlo, cuando se salta el
círculo, el juego queda en ridículo.
Se juega a las vacaciones dentro del terreno
consagrado, y nada más, allí existe un orden propio al que es preciso
someterse, un círculo artificial, separado, cerrado, reservado, protegido del
espacio profano, es decir del resto de la ciudad, y del resto del país que
sigue sometido a las leyes de la vida cotidiana. En ese aislamiento está
precisamente el aspecto “sagrado” de las vacaciones: lo santo, del latín sanctus, es lo delimitado, lo separado,
ya se trate de algo puro o impuro.
También la ceremonia necesita de una
arquitectura especial. Si las ceremonias paganas crearon los arcos del triunfo
y los templos, y las ceremonias cristianas las catedrales, por su parte, la
ceremonia de las vacaciones requiere también una arquitectura especial que le
sirva de fondo: la Rambla con sus grandes escalinatas y columnatas, es el
Panteón del ritual de las vacaciones.
Para entrar en una zona sagrada y participar
de la ceremonia se exige una vestimenta especial, es preciso despojarse de la
vestimenta habitual, de la vestimenta de uso cotidiano, de la ropa de trabajo.
Los mismo ocurre con las vacaciones, se ha creado en nuestros días una moda
dedicada exclusivamente a la vacaciones, en la que predominan los colores
llamativos y las formas extravagantes, una forma de liberación de los tabúes
vestimentarios que rigen durante el resto del año. Fue en mar del Plata donde
durante los años treinta, las mujeres comenzaron a usar pantalones, y en los
cuarenta, hombres y mujeres comenzaron a usar shorts. Fue en Mar del Plata donde comenzó alrededor de 1937 el
auge de los anteojos negros que se convertiría en un verdadero atributo ritual
del veraneante y cuyo uso se extendería luego a la ciudad donde se llevarían
hasta de noche, como forma de sofisticación.
El bronceado finalmente es una especie de
tatuaje ritual que certifica la participación en la ceremonia de las
vacaciones. A través del bronceado, el sol se convierte en fetiche, y señala la
pertenencia a una secta exclusiva, la de los “veraneantes”. Luego comienzan a
establecerse gradaciones entre los bronceados, un bronceado más intenso señala
unas vacaciones más prolongadas y por tanto un mayor prestigio social. Por ello
las clases medias que no pueden darse el lujo de largas vacaciones,
establecieron la costumbre de ir a Mar del Plata ya bronceados por previos baños
de sol en la terrazas, o en las piscinas, o en el río. La industria del
cosmético llega incluso a sustituir el sol con una crema bronceadora. El uso
del bronceador, por otra parte, sirve, como lo ha observado Vance Packard (La jungla del sexo), para que con
pretexto de su aplicación, hombre y mujeres puedan frotarse el cuerpo
mutuamente.
Del mismo modo que los creyentes llevan de
los lugares sagrados objetos-fetiches, poseedores de mana, con el fin de
trasladar algo de las virtudes mágicas del lugar da sus hogares, o de
trasmitirlas a parientes y amigos que no han podido están en el lugar, los
veraneantes recurren al “recuerdo de mar del Plata”, toda una industria de lo
feo y lo inútil, fabricado por los improvisados artesanos marplatenses durante
el largo invierno. Cualquier cosa puede servir para ello, objetos naturales
como caracoles y conchillas, o manufacturados como faros en miniatura,
ceniceros, alhajeros, costureros, tinteros, cortapapeles, todos con la
consabida inscripción “Recuerdo de Mar del Plata”. Lo único necesario es que no
sea un objeto demasiado grande para poderlo transportar; el fetiche debe poder
ser llevado consigo, si el mar fuera sólido y pudiera cortarse en pedacitos
también se vendería como objeto-fetiche.
Con la organización de la industria en gran
escala de los alfajores marplatenses, la cosa-fetiche desaparece para dar lugar
al alimento-fetiche.
Del mismo modo que toda hierofanía transforma
el lugar en que se desarrolla, de espacio profano en espacio sagrado,
transforma el tiempo en que transcurre, de tiempo profano en tiempo sagrado,
tiempo de fiesta que se distingue del conocimiento de la duración. Del mismo
modo que la vida religiosa y la vida profana no pueden coexistir en una misma
unidad de tiempo. Es preciso pues asignar a la ceremonia religiosa, días o
períodos determinados –lo que se llama tiempo sagrado-, donde las actividades
cotidianas quedan suprimidas.
También las vacaciones, como la ceremonia, se
apartan de la vida cotidiana, encerrándose dentro de un tiempo limitado deja de
existir. Como decía Kant: “la fiesta está en el tiempo, pero el tiempo no está
en la fiesta”.
Le tiempo sagrado de las fiestas sagradas
tiene además un carácter cíclico o periódico. Las fiestas se repiten
regularmente en épocas determinadas. Durkheim muestra que ese ritmo al cual
obedece la vida religiosa no hace sino expresar el ritmo al cual obedece la
vida social: la sociedad no puede mantener permanentemente la tensión de la
ceremonia religiosa, el mantenimiento de la vida exige que se vuelva a la
cotidianeidad.
Esa alternancia regular de los tiempos
sagrado y profano, es exactamente lo que encontramos en los tiempos modernos,
en la alternancia regular de los tiempos modernos, en la alternancia regular de
los tiempos de trabajo y los tiempos de descanso o vacaciones. La creación del
sistema universal de calendario era imprescindible para separar los tiempos
sagrado y profano, para conciliar la antinomia del trabajo y el placer.
El tiempo sagrado es cíclico, es el tiempo
del eterno retorno, se reproduce periódicamente en intervalos esenciales, en el
momento de los rituales que se celebran en una determinada fecha del año,
generalmente una fase crítica del ritmo de las estaciones, cuando se produce un
cambio en la naturaleza: las vacaciones se celebran generalmente cuando
comienza el verano. Esa suspensión anual de la vida cotidiana significa también
una abolición del año que pasó; una especia de purificación de todo lo
acontecido durante el año. El gran en el mar puede tener también inconscientemente
su parte de rito purificador. Antes de salir de vacaciones hay que cerrar los
negocios, liquidar las cuentas pendientes, hacer balances, trazar la raya, como
si a la vuelta de las vacaciones fuera a iniciarse una nueva vida. En nuestro
país, por añadidura, las vacaciones coinciden con el Año Nuevo, cuando se
inaugura el nuevo ciclo temporal. La renovación efectuada por el ritual de Fin
de Año y Año Nuevo, no hace sino festejar el recomienzo de la Creación. Por eso
diciembre es un mes de gran ansiedad, la gente está más nerviosa que nunca,
abundan las discusiones, los accidentes. En enero, en cambio, la vida
aparentemente recomienza, se da vuelta la página.
Como toda forma de culto, las vacaciones son
repetición; el juego espontaneo se transforma en rito sometido a rigurosas
reglas. Como las fiestas primitivas, las vacaciones modernas duran varias
semanas en las cuales se interrumpen todas las labores y se produce la
dilapidación ritual de las riquezas acumuladas durante el año. “La fiesta –dice
Roger Caillois- es el instante de circulación de las riquezas, del trueque más
intenso de la distribución prestigiosa de las tareas acumuladas”[4].
El paso del tiempo profano al tiempo sagrado
es el paso de un mundo regido por la producción, por el trabajo, el ahorro y la
escasez, a un mundo regido por la consumición pura, el ocio, el gasto y la
esplendidez. Se derrocha el dinero acumulado con esfuerzo durante el año en no
hacer nada el tiempo que tan metido está en la época del trabajo, se derrochan
energías en actividades físicas gratuitas y hasta se piensa en derrochar
energías sexuales. Las vacaciones están siempre llenas de fantasías eróticas
desde la fugaz aventura adolescente hasta el amor otoñal[5].
Freud vio claramente el sentido liberador de
las fiestas rituales: “Una fiesta es un exceso permitido y hasta ordenado, una
violación solemne de una prohibición. Pero el exceso no depende del alegre
estado de ánimo de los hombres, nacido de una prescripción determinada, sino
que reposa en la naturaleza misma de la fiesta y la alegría es reproducida por
la libertad de realizar lo que en tiempos normales se halla rigurosamente
prohibido”[6].
“Podemos admitir perfectamente, que la
separación operada entre el Yo y el ideal del Yo, no puede tampoco ser
soportada durante mucho tiempo y ha de experimentar, de cuando en cuando, una
regresión. A pesar de todas las privaciones y restricciones impuestas al Yo, la
violación periódica de las prohibiciones constituye la regla general, como nos
lo demuestra la institución de las fiestas, que al principio no fueron sino
períodos durante los cuales quedaron permitidos característica alegría. Las
saturnales de los romanos y nuestro moderno carnaval coinciden en este rasgo
esencial con las fiestas de los primitivos, durante las cuales se entregan los
individuos a orgías en las cuales se violan los mandamientos más sagrados. El
ideal del Yo engloba la suma de todas las restricciones a las que el Yo debe
plegarse, y de ese modo, el retorno del Ideal al Yo, tiene que constituir para
éste, que encuentra de nuevo el contento de sí mismo, una magnífica fiesta”[7].
Como en las fiestas ceremoniales, en las
vacaciones quedan abolidas muchas reglas y prohibiciones que rigen la vida
cotidiana, siendo por el contrario recomendable cierta liberalidad de las costumbres,
perder de vista el límite que separa lo lícito de lo ilícito. Aun en las
peregrinaciones cristianas, que constituyen un término medio entre las fiestas
sagradas y el turismo de masa, existe cierto grado de liberalidad. “Liberación;
hay en la historia y en el trasfondo del peregrinaje una tentación, un apetito
o una memoria de saturnales. Entendemos lo que éstas dan: un momento, un día,
poco tiempo en todos los casos, vivir el estado de excepción fuera de todas las
limitaciones, interdicciones, conformismo habituales. La historia de las
peregrinaciones en el siglo XVIII provoca numerosas intervenciones represivas
de la jerarquía –se la encuentra también en el siglo diecinueve- suprimiendo
las peregrinaciones por escándalos y abusos. Sea el libertinaje colectivo de la
fiesta, la feria o la kermesse complementos liberadores de la peregrinación,
sean las libertades sexuales, etcétera”[8].
Contra la moral del Ser, es decir de la
estabilidad, de la permanencia que domina en el tiempo de trabajo, el hombre intenta
realizarse en la fiesta y en las vacaciones como vida inmediata, como
existencia momentánea y fugaz. Sin pasado ni futuro, quemándose en el fuego de
las pasiones, agotándose en el instante, o sea destruyéndose. Una vida que se
consume a la vez se consuma.
El tiempo profano es el tiempo del trabajo
lento, paciente, ininterrumpido, el tiempo sagrado en cambio es vivido en la
exaltación, el paroxismo y el frenesí del éxtasis. A la irremediable monótona
repetición de la vida cotidiana, se opone la pasión que estalla y se agota en
el momento. No es una causalidad que las ciudades de vacaciones sean al mismo
tiempo ciudades de juego. Es en el juego donde más rotundamente se niega la
perseverancia del trabajo cotidiano; en la ruleta, en la cual se sueña con
enriquecerse en un instante, sin trabajo alguno, donde el triunfo no es sino un
naipe que se da vuelta, o una bolilla que se detiene. Dentro del juego general
que constituyen las vacaciones, se da el juego específico de la ruleta, como
dentro de la fiesta general, se da la fiesta específica que es el festival
cinematográfico.
El festival cinematográfico representa para
el público la fiesta permanente en que se supone viven las estrellas, un poco
como el almuerzo ritual de los reyes en tiempos de Luis XIV, donde el público
iba a contemplar a Su Majestad comiendo. El festival cinematográfico, es
también la encarnación del mundo de lujo, frivolidad y goce creado por el cine
de “teléfono blanco”.
Del mismo modo que las fiestas ceremoniales
de las sociedades primitivas, las vacaciones constituyen un rito laicizado,
degradado y camuflado como corresponde a los tiempos actuales, mediante el cual
el hombre moderno se rebela contra el tiempo profano, contra la duración
continua e irreversible, contra el devenir del tiempo histórico lineal,
concreto. En las vacaciones, se sus penden temporariamente la duración; el
tiempo concreto se detiene y se accede al tiempo mítico, al tiempo intemporal,
sin duración, al instante primordial y atempóreo. Es característico de la gente
en vacaciones no saber nunca qué hora es, ni el día de la semana en que se
está, se vive en un “eterno presente”, en flagrante oposición al tiempo de
trabajo, en que se está pendiente del reloj y del almanaque, a la espera de la
hora que viene, del día siguiente, tratando de adelantarse ansiosamente al
tiempo. Durante las vacaciones, el tiempo ya no es el de los relojes y los
almanaques, el tiempo mecánico que se extiende en una sucesión de instantes
matemáticamente iguales; el tiempo de las vacaciones, es el tiempo imprevisible
donde pasan cosas, el tiempo vivo que transcurre sin preocuparse por el tiempo
muerto de los relojes. El reloj como ha observado F.G. Jünger evoca en el
hombre la representación de la muerte que “controla y auscula la fuga del tiempo
que conduce ineludiblemente hacia la muerte”[9].
Mircea Eliade _El mito del eterno retorno, Mitos, sueños y misterios, Imágenes y
símbolos-, ha mostrado como el hombre primitivo se esfuerza por abolir el
Tiempo, por suprimir la Historia mediante la repetición ritual que implica una
salida del tiempo profano y una apertura hacia el Gran Tiempo, el tiempo
sagrado, glorioso, primordial, total. Mircea Eliade, cristiano, interpreta la
sobrevivencia bajo otras formas, de este comportamiento mítico en la actualidad,
no como una “supervivencia” de la mentalidad arcaica, sino porque según él, el
pensamiento mítico es consustancial a la condición humana, por lo tanto
insuperable; expresa, según él, la necesidad de liberarse de la temporalidad y
acceder al Ser eterno e inmutable. Según esta teoría cíclica de la historia
–que va de Toynbee a Eliade-, si el hombre moderno vuelve, como el primitivo, a
buscar el tiempo sagrado, no ya a través de la ceremonia sagrada sino de las
vacaciones rituales, es porque el hombre es siempre el mismo, no hay progreso,
las situaciones se repiten, todas las épocas son contemporáneas.
Una concepción dialéctica, historicista, por
el contrario, sostendrá que si el hombre contemporáneo sigue, como el hombre
primitivo tratando de evadirse hacia un supuesto tiempo sagrado pasará
definitivamente al museo etnológico de la prehistoria de la humanidad.
No se trata pues de la abolición religiosa
del Tiempo, de la evanescencia hacia un Cielo lejano, o el hundimiento en un
Nirvana, sino de la superación de tiempo del tiempo alienado, del tiempo de los
otros, para asumir el tiempo propio. Por eso resulta ejemplar la actitud de los
obreros en la Comuna de París –como lo recordara Walter Benjamin-, que en todas
las esquinas de la ciudad disparaban contra los relojes de la torres de las
iglesias y palacios, en un intento por destruir el tiempo del trabajo inhumano.
EL PRINCIPIO
DEL PLACER Y EL PRINCIPIO DE REALIDAD
La imperiosa necesidad de las vacaciones en
las clases medias asalariadas y en la clase obrera de las sociedades
industriales, responden a una autentica necesidad de liberación, lo cual no
quiere decir de ningún modo que esas vacaciones sean en realidad una auténtica
liberación. Como recuerda Paul Nizan: “la libertad de los caminos y de los
mares es totalmente imaginaria: el principio de los viajes se parece a la
libertad porque se la compara con la horrible esclavitud de la vida que
precedía al mar”[10].
Lo que se persigue, consciente o
inconscientemente en las vacaciones es la liberación de los instintos, la
búsqueda del placer en el sentido más amplio de la palabra, la alegría de vivir
que, por contraponerse a las exigencias del trabajo productivo, es reprimido en
la sociedad de clases y también en las sociedades socialistas actuales,
obligadas por su falta de desarrollo, al trabajo represivo.
El principio de realidad, del que habla
Freud, sobre el que se funda la civilización, adopta según acota Marcuse, la
forma específica del principio de rendimiento (Eros y civilización), considera al hombre como mero instrumento
para el rendimiento económico, exige represión del principio del placer,
entendiendo por tal no sólo el placer sexual sino todo tipo de hedonismo,
porque éste implica tiempo restado al trabajo productivo. El goce es gratuito,
lujoso, superfluo, asocial, no productivo, anárquico.
Más aun, los placeres del ocio deben ser
sacrificados a la disciplina del trabajo, no sólo porque éste debe ocupar la
mayor parte del tiempo del individuo, sino porque también el tiempo que resta
debe regirse por una moral del rendimiento, único medio de hacer aceptable la
vuelta al trabajo, no se puede ser esclavo sólo por etapas. El ocio no puede
ser libre porque entonces mostraría la esclavitud del trabajo. El placer
sexual, por su parte, debe ser subordinado del mismo modo a la reproducción de
la especie, y toda búsqueda del placer fuera de esta función social, es
calificada de depravación. Existe una contradicción insoluble entre el placer y
el trabajo. La represión sexual está indisolublemente ligada a la necesidad de
trabajo alienado, de explotación capitalista; por lo tanto, la liberación
sexual está ligada a la liberación del trabajo alienado y de la explotación
capitalista.
El trabajo mecanizado de la sociedad
industrial carente de todo carácter creador y vocacional, no puede ser fuente
de satisfacción para el individuo que lo realiza forzadamente, más aun, implica
un sufrimiento inevitable causado a medida que progresa la técnica, más por el
tedio, que por la fatiga. La búsqueda del placer y la ausencia de dolor que
tienden los instintos fundamentales del hombre, le harán cobrar aversión por el
trabajo, puesto que éste es incompatible con aquéllos. En tanto el avance de la
técnica no libere totalmente al hombre de los trabajos desagradables, el placer
estará indisolublemente unido al ocio. Tal es la verdadera concepción de Marx,
ampliamente desarrollada por su yerno Lafargue en El derecho a la pereza, concepción que fue pronto olvidada y
tergiversada por el stalinismo en su necesidad de glorificar la producción.
Si para los filósofos griegos, el fin de la
vida era la felicidad, y el placer no se oponía al deber, era simplemente
porque dichos filósofos sólo se referían a la clase ociosa. La infelicidad y el
trabajo ligado al sufrimiento era la condición del esclavo, de quien no se
ocupa por su puesto el filósofo. El hedonismo era una típica moral
aristocrática, sólo posible en el Jardín de Epicureo lejos de los esfuerzo del
trabajo y de los sinsabores de la vida cotidiana.
El cristianismo, al dirigirse por el contrario
a un público de esclavos, no tuvo más remedio que condenar el hedonismo,
consustancial no sólo a los epicúreos sino a toda la filosofía pagana. Sin
embargo, tampoco el cristianismo primitivo se atrevió a encontrar en el trabajo
una fuente de satisfacción humana, para llegar a ese absurdo había que esperar
hasta la sociedad totalitaria de nuestras días; el cristianismo se limitó a
aprobar el trabajo como una expiación del pecado original, justificando por la
culpa el sufrimiento que el trabajo trae aparejado. La ética protestante, tan
ligada a la ascensión de la clase burguesa, como lo viera Max Weber, refuerza
esta orientación del cristianismo en el sentido de que el trabajo es un medio
de salvación del hombre, y condena enérgicamente el principio de placer, es
decir, la moral del ocio, y todo lo que ésta implica: la intemperancia, la
esplendidez, el lujo, la expansión sexual.
Con el cristianismo, las fiestas rituales son
proscriptas, y el día feriado, el día sin trabajo es consagrado, no a las
diversiones, sino al culto religioso. La liturgia es el sucedáneo simbólico de
la fiesta.
Si bien en la época del apogeo de la sociedad
capitalista, y sobre todo en los países de alto desarrollo industrial, la clase
burguesa comienza a dedicar tiempo al cultivo de las actividades placenteras y
o meramente utilitarias, las mismas no estaban al servicio de un auténtica
satisfacción humana sino al mantenimiento del prestigio social, o como diría el
periodismo sociológico, a la búsqueda del status.
Veblen –Teoría de la clase ociosa-,
ha mostrado como la cultura ociosa, donde parecen superados el ansia de
beneficio y utilidad, no sirve realidad sino a un ansia de beneficio y utilidad
más mediatos.
Entre las actividades ociosas de la clase
burguesa, cuyo sentido es la consumición conspicua que otorga prestigio social,
están en lugar prominente las vacaciones, el llamado “viaje de placer” tal como
comienza a hacerse de rigor entre las clases altas en las últimas décadas del
siglo.
Ya he mostrado el indudable carácter de ocio
ostensible que el viaje a mar del Plata, entre nosotros, tenía para la
burguesía argentina hasta aproximadamente la tercera década del siglo. Vimos
también como, a partir de entonces, el veraneo en Mar del Plata comenzó a
hacerse masivo, participando primero la clase media y luego, a partir del
peronismo, vastos sectores de la clase obrera. Parecería que Mar del Plata
pierde desde ese momento su carácter de privilegio y signo distintivo de la
alta burguesía. Parecería que el ocio hubiera abandonado su función de
ostentación pecuniaria para convertirse en un valor en sí y en un valor
universal, lo cual implicaría que la sociedad burguesa ha cambiado su moral de
la producción por una moral del goce. La existencia de Mar del Plata y de las
vacaciones pagas parecerían ser la realización de la Utopía Concreta. La
extensión de las masas hacia lo que antes era sólo privilegio de minorías, es exaltada
por los apologistas del neocapitalismo como una de sus más altas conquistas y
como la eliminación progresiva, pacífica, de las diferencias de clase.
Esta teoría no es, por supuesto, sino una
vasta maniobra de mistificación. Para el trabajador asalariado, los días
feriados y sobre todo las vacaciones adquieren el carácter de una verdadera
metamorfosis, pero ésta es ilusoria. Se trata de otras de las formas del juego,
a la que Roger Caillois llama Mimicry,
jugar un papel, transformarse en otro, convertirse en un personaje imaginario y
conducirse como tal. “Uno se encuentra entonces frente a una serie descansar
sobre el hecho de que el sujeto juega a creer o a hacer creer a los demás que
él es distinto de sí mismo; olvida, disfraza, se despoja pasajeramente de su
personalidad para fingir otra. Para designar esas manifestaciones elijo el
término mimicry”[11].
El individuo que participa del Gran Tiempo y del
Gran Espacio de las fiestas ceremoniales o de las vacaciones, deja por ello
mismo de ser el individuo común de la vida cotidiana, se convierte, en cierto
modo, en un héroe mítico, en el Gran Personaje. Todo turista se siente
importante y la industria turística está montada precisamente para crear esa
ilusión.
El empleado de tienda se convierte en las
vacaciones en un play boy, la
dactilografía en una vampiresa en “bikini”. Como en los carnavales del
Renacimiento, el esclavo se disfraza de señor, y el verdadero señor
condesciende a jugar con él. En la playa, las clases sociales se confunden en
una sola: la clase turística, las jerarquías sociales son aparentemente
olvidadas, la desnudez es niveladora. El turismo, como toda cultura de masas
tiende como ya lo observara Edgar Morin “constituir idealmente un gigantesco
club de amigos, una gran familia no jerarquizada”[12].
Pero las vedettes de las vacaciones ven
palidecer su estrella muy pronto, cuando regresen a la oficina, y a su medida
que pierden el bronceado de su piel, su fugaz estrellato de un día no es sino
un recuerdo para ellos mismo. Su “doble cotidiano se apodera de ellos
nuevamente y sienten con mayor agudeza la discriminación social al enfrentarse
nuevamente con el jefe o el patrón. Desde entonces no vivirán sino para
recuperar el brillante fantasma que habían sido durante las vacaciones. Trabajarán
horas extras para volver a Mar del Plata. El mes de ilusión es la verdadera
vida, para llegar a la cual hay que aguantar los once mese restantes. En realidad,
no tiene vacaciones porque trabajan, sino que trabajan para tener vacaciones. Pero
la trampa reside en que tiene vacaciones para poder seguir trabajando. El turista
termina sus vacaciones, como el jugador que en la madrugada deja la sala de
juego, desolado, no por haber perdido, sino por ni poder seguir jugando. En realidad
desde el primer momento, el turista conoce lo efímero de su sueño, lo primero
que hace cuando llega a Mar del Plata es ir a la estación a sacar el pasaje de
vuelta, y el pasaje de vuelta en el bolsillo es una permanente llamada de
atención sobre la irrealidad de todo lo que puede vivir durante las vacaciones.
Por otra parte, la sociedad burguesa ha
logrado extirpar por completo de las vacaciones todo lo que pudieran tener de
ocio creador, de juego, de aspiración a la libertad, convirtiéndola también a ellas en una actividad
utilitaria con fines productivos. La misma sociedad que provoca las
frustraciones y desequilibrio del hombre, sometiéndolo a condiciones de trabajo
y a una jerarquía que no soporta, crea al mismo tiempo la contrapartida de las
vacaciones que permitan a la clase asalariada aceptar la sociedad tal cual es.
Integradas al sistema y condicionadas por las relaciones económicas del capitalismo,
las vacaciones no son sino una preparación para el tiempo de trabajo, una
reparación de fuerzas y un equilibrio indispensable.
En una sociedad enferma, el concepto mismo de
salud implica conformismo, adecuación a la convencional normalidad de la
sociedad establecida. La enfermedad denuncia aunque sea pasivamente el mal social.
Cuanto más desdeña, cada vez más la sociedad burguesa propicia la cultura
física. Por eso me hace sonreír el candoroso Julio Mafud, indeliberado
apologista de la industria cultural, cuando exalta el fútbol típico producto de
la sociedad industrial capitalista, como una oposición a dicha sociedad: “los
deportes al aire libre están entre los últimos caminos que le quedan al hombre
hacia las vacaciones”[13].
Tanto los deportes como las vacaciones, lejos
de ser la negación del sistema, forman parte del mismo y tiene dentro de él una
función social bien definida.
En una sociedad alienada no hay ninguna
posibilidad de que el ocio y la diversión no sean también alienados. Es absurdo
creer, como lo sostienen los ideólogos de la llamada “civilización del ocio”,
que el ocio es una compensación no alienada del trabajo alienado, que la
alienación de la vida cotidiana de la vida de Mar del Plata, una es simplemente
complemento de la otra.
El llamado humanismo del cuerpo, el mito del corpore sano la exigencia patronal de un
mejor rendimiento en el trabajo y la supresión del ausentismo. El trabajador no
descansa para sí, sino para su empleador. Se le hace descansar del trabajo para
que pueda trabajar más, se le hace respirar aire puro una vez al año, para que
no termine de asfixiarse con el aire envenenado de los suburbios infectos, de
las casas insalubres, de las oficinas y las fábricas tétricas.
No existe la “civilización del ocio”
proclamada por los apologistas del neocapitalismo. Existía mayor tiempo de ocio
en la sociedad precapitalista con sus largas siestas, sus atardeceres en el
patio de casa, sus tertulias de café, sus largas conversaciones, sus caminatas.
El hombre actual debe tener dos o tres empleos para pagar las cuotas del
automóvil y el veraneo en Mar del Plata. El tiempo del ocio que antes existía
todos los días del año, se reduce ahora a unos pocos días de vacaciones por
año.
El hombre moderno cree encontrar en las
vacaciones el sucedáneo de la fiesta ritual, es decir, el paroxismo y el
desenfreno, pero no lo encuentra, no lo puede encontrar porque las vacaciones
están reguladas por la sociedad capitalista con un objetivo contrario: la
búsqueda del descanso, la reparación de fuerzas para seguir trabajando.
Claro que tampoco es posible desplazar
enteramente los impulsos eróticos; para que pueda seguir rindiendo es preciso
darle al individuo un mínimo de satisfacción. Se organiza entonces la diversión
para que sirva de válvula de escape de energías peligrosas para el
mantenimiento del orden establecido, que en otras épocas provocaba verdaderas
explosiones de rebeldía.
Lo mejor de la clase obrera de otros tiempos,
sublimaba el principio del placer en la lucha política. Ya Simone Weil ha
mostrado cómo la huelga general tenía para el obrero de otra época, el mismo
carácter de una fiesta: “Independientemente de las reivindicaciones, esa huelga
es en sí misma una alegría. Una alegría pura. Una alegría sin mezcla.”[14]
En enero de 1919, mientras la oligarquía
veraneaba en Mar del Plata, en los barrios obreros de Buenos Aires estallaba la
Semana Trágica. Ahora un movimiento de tal magnitud se vería dificultado,
porque en enero gran parte de la clase obrera veranea en los hoteles de turismo
social.[15]
El grado de desarrollo técnico-económico
alcanzado por la sociedad capitalista permite ahora al sistema hacer mayores
concesiones. Las vacaciones en Mar del Plata, entre otras cosas, constituyen un
medio eficaz para que el obrero o el empleo trabajen con mayor resignación
durante el año en las condiciones normales de explotación. El látigo ha sido
sustituido por el terrón de azúcar, aunque en la otra mano se siga mostrando el
látigo para cuando el azúcar no sea suficiente. La extensión de las vacaciones
no implica sino la asimilación de las clases oprimidas a la sociedad de
opresión, de tal modo que ya no tenga ni siquiera conciencia de la opresión y
desaparezca toda forma de protesta.
El turismo, como el deporte, constituye
además para los regímenes reaccionarios un medio de despolitización de las
masas, un eficaz antídoto contra las “ideologías”. Eso cuando no se le da al
turismo un contenido político específicamente reaccionario, tal el caso de las
peregrinaciones religiosas, o, durante la Segunda Guerra Mundial, el turismo
alemán organizado por los nazis con viajes colectivos a los países ocupados y
visitas al “guetto” de Varsovia.
No es casual que sea bajo la dictadura de
Onganía, cuando el turismo es elevado en nuestro país a la categoría de
Secretaría de Estado. No es casual el fomento dado al turismo social por los
sindicatos amarillos en su intento de asimilar a la clase obrera a la sociedad
neocapitalista. No es casual tampoco el gran interés que el turismo despierta
en la Iglesia Católica. En 1967 al papa Paulo VI convocó el Primer Congreso
Internacional sobre los valores espirituales del turismo. En nuestro país la
Comisión Episcopal Argentina para el Turismo organizó una Oficina para la
Pastoral de Turismo cuyo titular es precisamente el obispo de Mar del Plata,
monseñor Rau.
Los conceptos de “civilización del ocio” y de
“sociedad consumidora” creados por lo apologistas del neocapitalismo comienzan
también a difundirse entre nosotros. No debemos olvidar que el neocapitalismo
no es sólo una reorganización de la economía en los países de alto desarrollo
industrial, sino también una “ideología” en el sentido de falsa conciencia,
destinada a enfrentar toda crítica al sistema y, en los países dependientes
como el nuestro, un modo de enmascarar al neocapitalismo. Es así como en los
último años de la década del cincuenta, la ideología del neocapitalismo
comienza a expandirse en la Argentina sin que lo justifique ningún verdadero
cambio económico. Se toda como modelo a imitar a las sociedades altamente
desarrolladas de Estados Unidos y Europa. La burguesía argentina comenzó por el
final, es consumidora antes que inversora, la consumición tiene prioridad sobre
la producción, lo superfluo sobre lo necesario. La impotencia real de la
burguesía argentina para producir riquezas, para desarrollarse verdaderamente,
ya que esto implica la lucha antiimperialista que, de ningún modo está
dispuesta a dar, la lleva a tratar de vivir ilusoriamente en la consumición
lujosa y el gasto suntuario como si
realmente fuéramos una sociedad opulenta. La peculiar posición de nuestro país
–capitalista pero a la vez dependiente- nos hace sufrir los males de la
alienación indigente y a la vez de la alienación “opulenta”[16].
Se ha formado en nuestra burguesía y en
ciertos sectores de la clase media, y aun de la clase obrera, una especie de
subjetivismo que lleva a creer que, creando la atmósfera psicológica de una
sociedad de abundancia –consecuencia del desarrollo económico-, la causa, es
decir, el desarrollo económico aparecerá a la larga. La persecución desesperada
del consumo que ni siquiera puede ser plenamente satisfecho refuerza, de ese
modo, la alienación de la sociedad argentina. Mar del Plata, centro de consumo
puro en el corazón del subdesarrollo, foco de lujo rodeado de atrasado y
miseria, es un signo típico de la ideología neocapitalista entre nosotros.
LA
DESUBLIMACIÓN REPRESIVA
Si la desublimación, es decir, la libre
satisfacción de los instintos fundamentales del hombre, su búsqueda del placer,
la alegría de vivir, la felicidad, es sinónimo de liberación y de desalienación
total, y por lo tanto, fin último de toda lucha social, es preciso tener
cuidado con confundir la desublimación con las formas alienadas y represivas de
desublimación. No importa que los individuos puedan sentirse liberados y
felices durante las vacaciones, porque no conocen la verdadera felicidad y la
verdadera libertad. En la sociedad opresiva y clasista, no es posible alcanzar
la verdadera libertad y la verdadera felicidad, es decir, las posibilidades
máximas de realización del hombre, uno un falso placer y una falsa liberación
que vuelven en realidad a los hombres menos libres y más desdichados aunque ya
no tengan conciencia de su opresión y de su desdicha[17].
La falsa libertad se extiende en la misma medida
en que se extiende la opresión real. La dosis de ocio y placer otorgados, sirve
para reprimir un ocio y un placer mayores que pondrían en peligro a la sociedad
basada en el trabajo forzado. En tanto el tiempo libre en la sociedad de clase
depende directamente del tiempo de trabajo, el ocio para el asalariado no puede
ser sino evasión, es decir, como lo recuerda Karel Kosik (Dialéctica de lo concreto) que el tiempo libre no se identifica
con la diversión organizada que es parte integrante de una enajenación
histórica. La creación de un tiempo libre como dimensión cualitativamente nueva
de la vida humana, presupone, no sólo la reducción de la jornada de trabajo, sino
también la creación de una sociedad libre.
La sublimación de los instintos eróticos
impuesta por la sociedad represiva es sustituida por lo que Marcuse llama
acertadamente la “desublimación represiva”, represiva porque no es conquistada
libremente por el individuo consciente, sino impuesta, controlada y manipulada
por la propia sociedad de opresión a los fines de su propia supervivencia.
La desublimación represiva tiene un carácter
menos liberador y desalienador que la propia sublimación. En una revista de la
industria cultural, Janus, en un
número dedicado a “La revolución del tiempo libre”, leemos el anuncio
alborozado: “Los hombres y las mujeres de este tiempo, y ya los de mañana,
comienzan a construir la civilización de la alegría comulgando por todos los
poros de su piel con el ritmo mismo del cosmos, traducido en vientos, en ola y
en sol. Como aquel que hacía prosa son saberlo, ellos derriban sin saberlo una
nueva Bastilla, y extendiendo un día feriado de diciembre a todo el verano,
conjuran la vieja maldición, la neurosis básica de la historia, al falsa
ecuación: vida, igual trabajo más sufrimiento”[18].
Estas palabras eran todavía inconcebibles
cuando Freud escribía en 1930 El malestar
de la cultura, donde mostraba cómo el principio de placer debía subordinarse
al principio de realidad, para que la civilización pudiera subsistir. Pero en
la etapa del capitalismo tardío que Freud no llegó a entrever, el conflicto
entre principio de placer y principio de realidad parece resuelto a la manera
burguesa: el principio de realidad otorga ciertas concesiones al principio de
placer con tal de que éste se subordine totalmente a aquél y abandone todo
intento de rebelión. El ascético humanismo del trabajo de la época de la
acumulación primitiva del capital es sustituido ahora por el humanismo del
ocio, la nueva religión-opio de la época del capitalismo avanzado. La civilización,
que hasta ahora descansaba en la represión del ocio y del erotismo, es decir,
de la exigencia humana del placer, parecería basarse ahora, por el contrario,
en el ocio y en la satisfacción del erotismo. Lo que ocurre es que el
capitalismo monopolista no sólo explota el trabajo del proletariado, sino
también su ocio manipulando sus necesidades eróticas, excitándolas mediante la
publicidad, organizando y administrando su aparente satisfacción, y quedándose
con las ganancias. Las actividades deportivas, el cine, la publicidad, la
televisión, las revistas ilustradas, la música comercial, la semiología en
general de las mass media, la moda y
costumbres actuales, entre ellas el contacto de los cuerpos en los bailes a
media luz, el semidesnudo en las playas, dan la sensación de un triunfo
completo de los impulsos eróticos, del surgimiento de una nueva cultura
erótica. Normas, imágenes y comportamiento modelos parecen una inmensa
afirmación de la libido. En realidad es fácil advertir que ese aparente
erotismo de la vida actual acrece de toda posibilidad de saciedad y se vuelve
por eso mismo obsesional. El sexo en sí mismo no es un artículo de consumo; por
ello debe servir de soporte y estimulante a otros deseos que tengan un valor de
cambio en el mercado: el vestido, los artículos de belleza, al automóvil, los
lugares de diversión, el turismo, el cine, las revistas ilustradas. El acto
sexual es sustituido cada vez más por vagos impulsos sin porvenir creados por
las imágenes, apariencias y fantasmas de los medios de comunicación. El amor ha
dejado de ser una actividad libre para convertirse en mero producto de fábrica
para ser consumido, pierde su libertad anárquica –que tenían en otros tiempos
cuando no se hablaba tanto de erotismo-, para convertirse también, como el
ocio, en una actividad social rentable y controlada por la sociedad. Los deseos
que antes eran simplemente reprimidos son ahora desviados hacia los intereses
de la sociedad de consumo. Mar del Plata es en este aspecto un ejemplo típico; todo incita,
estimula en ella al erotismo pero nada permite en ella satisfacerlo: hay sólo
dos hoteles para parejas, y la policía patrulla las playas por las noches.
Los objetivos capitalistas de desviar los
impulsos eróticos hacia formas sustitutivas de consumo, se ven reforzados por
las persecuciones sistemáticas a toda forma de satisfacción sexual llevadas a
cabo por los servidores del orden más autoritario y prejuiciosos como Onganía y
el comisario Margaride.
Las satisfacciones otorgadas por el sistema
represivo no son nunca satisfacciones reales, pues éstas son incompatibles con
el principio de rendimiento, son sólo satisfacciones sustitutivas que
contribuyen a encadenar más al individuo al orden establecido –el asalariado
debe trabajar horas extras durante todo el año para poder pagarse las
vacaciones-, y además consolida el orden capitalista, pues el ocio represivo
ejercida en el tiempo del trabajo se complementa con la desublimación represiva
en el tiempo de ocio; ambas, lejos de contradecirse, se acondicionan
recíprocamente, se armonizan, y la defensa del sistema se ve de ese modo
reforzada. La desublimación es la compensación de la sublimación. Una proporción
cada vez más creciente de desublimación en el ocio debe acompañar a la
sublimación cada vez más creciente en el trabajo. Contra el cansancio, la
depresión, el envejecimiento prematuro, la excitación, la fealdad, que provocan
el trabajo alienado, el mal alojamiento y la ciudad insalubre, la sociedad
capitalista ofrece como remedios, como “antídotos”, las vacaciones turísticas,
es decir, la consumición de un producto que ofrece muchas ventajas al que lo
vende, pero muy pocas al que lo compra.
Aunque responden a necesidades auténticas del
trabajador, las vacaciones no otorgan un alivio real, no son sino un espejismo.
Contra los males que aquejan al cuerpo y al espíritu del trabajador, hay un
solo remedio eficaz: la abolición del trabajo alienado, es decir, la transformación
de las relaciones económicas tal como se dan en la sociedad actual, acompañadas
de un pleno desarrollo técnico.
El placer, el bienestar y la salud física
rechazados en la vida cotidiana pueden, aparentemente, ser sólo proporcionados
por las mercancías de la industria del ocio, que ofrecen en realidad un goce de
sustitución, imaginario, cosificado, un simulacro de goce. La desublimación
represiva se confunde con la consumición. Al consumir, el hombre no satisface
sus propias necesidades, sino la necesidad del mercado interno del sistema.
La posibilidad de evadirse de una ciudad
concentracionaria como Buenos Aires, es trasladarse a Mar del Plata, que en los
momentos álgidos del turismo se vuelve más concentracionaria aún que Buenos
Aires, llena de ruido, suciedad, congestión y una atmósfera contaminada por
gases nocivos. La evasión del departamentito de ciudad sin aire, luz, ni
espacio suficiente, se resuelve en hacinarse en otro departamentito marplatense
en peores condiciones. La evasión colectiva de las calles aglomeradas de Buenos
Aires, provoca la aglomeración de las calles marplatenses. A pocas cuadras del
mar, es casi imposible concebir que éste pueda existir cerca, ni siquiera se
respira el aire marino tapado por los monumentales edificios y por el
embotellamiento de autos quemando gasolina[19].
En cuanto a la vida de playa, como dice Elemire Zolla, “no se puede pensar que
haya otra cosa que ejercitarse para la vida del futuro campo de concentración”[20].
Si el progreso de los medios de comunicación
hizo factible la posibilidad de huir de la ciudad industrial donde se vive y se
trabaja, realizando el sueño romántico de la fuga hacia la naturaleza virgen,
al mismo tiempo que se vuelve contra la realización de ese sueño haciéndolo
imposible para siempre: la condición de huir de la “civilización” que nos
brinda la técnica es convertir en “civilización” también a la naturaleza. La
luna era bella, como decía Schopenhauer, sólo porque estaba lejos, porque era
objeto de contemplación y no de interés. Desde que la luna en la era de los
viajes espaciales se convierte en un objeto de contemplación y no de interés.
Desde que la luna en la era de los viajes espaciales se convierte en un objeto
de la técnica, pierde su belleza y revela su verdadero rostro polvoriento y
desolado y cuando los viajes se hagan más frecuentes ni siquiera le quedará la
desolación. Del mismo modo el día que todos los habitantes de Buenos Aires
pudieron ir a Mar del Plata, ésta dejó de ser la laya salvaje de los primeros
años para convertirse en una réplica exacta de Buenos Aires, con sus mismos
problemas urbanos. Co el turismo ocurre como con el automóvil: cuando su uso se
hizo masivo, provocando congestiones y problemas insolubles de estancamiento,
se convirtió en todo lo contrario de lo que se propuso en su comienzo:
comodidad y rapidez.
Dicho esto, se hace necesario evitar que mi
crítica al turismo de masa pueda confundirse con el rechazo de las
aglomeraciones, del “lleno”, del aumento del público y su transformación en
masas, que ostentan los pensadores aristocratizantes y reaccionarios, desde Le
Bon a Ortega y Gasset. Éste último, en su libro famoso de 1930 La rebelión de las masas, anuncia
horrorizado que las masas antes dirigidas han resuelto ahora dirigir el mundo e
imponer sus gustos. En realidad, como ha mostrado Wright Mills –La élite del poder-, respondiendo a
Ortega, ocurre todo lo contrario, la aparente influencia de las masas, es
administrada y dirigida por una minoría poderosa que tiene a su alcance los
instrumentos de propaganda y difusión suficientes para persuadir a las masas
que son ellas las que deciden.
No se trata de la nostalgia de las clases
altas por la pérdida de una situación de privilegio en el tiempo en que Mar del
Plata era un desierto y las playas eran su propiedad exclusiva, ni de la
idealización de la vida primitiva anterior a la era tecnológica. Se trata de
que la propia realización de los objetivos de las vacaciones, como lo ha visto
Hans Magnus Enzensberger[21],
produce mediante una dialéctica inexorable, su propia negación.
La Naturaleza como paisaje, sólo aparece
cuando se deja de tener una relación técnica con ella, cuando el hombre deja de
obrar sobre la naturaleza para convertirse en mero espectador –actitud que
surgió en el siglo diecinueve con el romanticismo-, la naturaleza, que hasta
entonces no era sino una fuente de recurso, la propia contemplación se vuelve
una relación técnica con la naturaleza; si el turismo desalojó a la
industrialización de la naturaleza fue para convertirse él mismo en industria;
se termina, pues, donde se empieza.
La contradicción del turismo está en
pretender lograr la liberación utilizando los medios que nos brinda la propia
sociedad opresora, pretender huir de la ciudad industrial y buscar un goce que
se ha transformado también en industria y buscar un goce que se ha transformado
en mercancía en industria y buscar un goce que se ha transformado también
en industria y buscar un goce que se ha
transformado también en industria y buscar un goce que se ha transformado
también en industria y buscar un goce que se ha transformado también en
industria y buscar un goce que se ha transformado también en industrial
mediante el turismo transformado también en industria y buscar un goce que se
transformado en mercancía mediante la ley de la compraventa en mercancía
mediante la ley de la compraventa. La sociedad hace actualmente vivir al hombre
en condiciones tan oprimentes que lo obliga a huir, y después le vende el medio
para huir, que no es sino la rueda de la ardilla. Es absurdo pretender huir de
la sociedad industrial utilizando para ello las redes de comunicaciones
trazadas y controladas por la propia sociedad industrial capitalista; de una
estación, decía Otto Weininger, no se puede jamás partir para la libertad. No
se puede llegar a la aventura un servicio púbico. Cuanto más rápidamente se
puede ir lo más lejos posible, tanto más se encontrará lo que se ha dejado
atrás; al final del viaje no nos espera nunca lo inesperado. Los caminos o las
vías férreas no llevan nunca a bosques umbríos, a playas desiertas, a zonas
vírgenes; conducen indefectiblemente a lugares atestados de hoteles, garajes,
agencias de turismo, restaurantes, bares, comercios, estaciones de servicio,
cine, campos de juego, piscinas, salas de baile, casinos, lugares adonde
siempre hay que pagar la entrada, donde es obligatorio consumir, y que por
añadidura están rigurosamente vigilados por la policía.
Toda tentativa por huir del turismo
organizado es muy pronto absorbida nuevamente por el turismo organizado: tal el
caso del movimiento juvenil “mochilero” que comenzó hace algunos años. La
supuesta vuelta a la naturaleza de los “mochilero” resulta ser una burda
patraña. Existe una industria bien organizada que provee a los jóvenes
“salvajes” del equipo necesario para el camping.
Tampoco es ya posible acampar en cualquier parte: existen zonas bien
delimitadas y cercadas con alambrado de púas como verdaderos campos de
concentración, con estrictas reglamentaciones y con todas las comodidades de la
civilización, agua corriente, cuartos de baño, etc. En una sociedad donde las
negaciones parciales son recuperadas y las críticas parciales, asimiladas, la
única manera de huir de ella es rechazándola radicalmente; por eso la guerrilla
campesina es hoy la única experiencia auténtica de “vuelta a la naturaleza”.
Heidegger ha visto la monstruosa deformación
del paisaje por la técnica y la industria cultural cuando dice: “Pero el Rhin
se dirá, sigue siendo el río del paisaje. Sea; pero, ¿cómo lo sigue siendo? De
ningún otro modo que como un objeto por el cual se transmite una orden, el
objeto de una visita organizada por una agencia de viajes, la cual ha instalado
allí una industria de vacaciones”[22].
La genialidad de Antón Chejov le hizo ver ya,
a principios del siglo, cuando el proceso estaba aún en sus comienzos, la inexorable
destrucción del paisaje por el turismo, cuando muestra melancólicamente en El jardín de los cerezos cómo los
árboles eran talados y los jardines se dividían en lotes y arrendaban para
casitas de veraneo. La inutilidad de un cerezal no tenía ya lugar en el nuevo
mundo que se preparaba.
Cierto “progresismo” a ultranza podrá aducir
que la noción misma de paisaje es decadente y pasatista. Mi propia experiencia
me lleva a afirmar todo lo contrario; la alta estima por la contemplación del
paisaje no es de ningún modo incompatible del paisaje no es de ningún modo
incompatible con las actitudes políticas y sociales más revolucionarias. He estado
en muchos lugares de la llamada “atracción turista” en el mundo occidental, en
ninguno de ellos he podido encontrar el silencio, la paz y la actitud
contemplativa que encontré, en cambio, en los jardines y lagos de la ciudad
milenaria de Sou Chou, en el corazón mismo de la China popular, por cuyos
paisajes encantados se paseaba embelezado el pueblo que, sin embargo, menos se
caracteriza por su nostalgia del pasado o por su respeto a las tradiciones.
La contemplación del paisaje, un paseo por
playas o bosques resulta, en cambio, en nuestra sociedad, una distracción
idiota: un camino no es sino un medio para correr con el auto o la motocicleta;
un bosque, un lugar adecuado para hacer un picnic; un río, un lugar para
pescar; un descampado, un lugar para jugar a la pelota. Los excursionistas no
se sientan sobre la hierba, sino en sillas plegadizas, el aire que respiran
está impregnado del insecticida que esparcen a su alrededor. El silencio ya no
existe con las radios a transistores y los tocadiscos portátiles. La arena y la
hierba quedan sucias con trozos de envases, latas de conservas, botellas,
manchas de aceite y restos de comida. Ni siquiera existe ya la posibilidad de
una perspectiva de cielo y árboles, porque el horizonte está cubierto con
carteles de propaganda, y el mar está tapado por las carpas y las sombrillas.
“Un paseo a través del paisaje –dice Horkheimer-
ya no será necesario; y así la noción misma de paisaje, como puede
experimentarla el caminante se vuelve absurda y arbitraria. El paisaje se
pierde totalmente en una experiencia de touring”.[23]
Basta comparar la descripción que hace
Flaubert de las playas solitarias de 1870 en Par les champs et par les grèves, con una playa actual para
comprobar hasta qué punto el turismo ha destruido el paisaje.
Al desaparecer el paisaje tal como se
concebía a través de la poesía y la pintura del siglo pasado, se modifican
profundamente las actividades que se realizan en él. El amor sobre la hierba de
un prado –recuérdese Le déjeuner sur l’herbe,
de Edouard Manet-, debe transformarse en el incómodo contacto sobre los
asientos de una automóvil. Marcuse recuerda los tiempos lejanos en que todavía “había
un paisaje, un remedio de experiencia libidinal que ya no existe”[24],
un paisaje que “participa e invita a la catexia libidinal y tiende a ser
erotizado”[25]. Hoy hasta en la
literatura el paisaje es considerado
demodeé.
La idea del turismo nació del spleen y de los sueños de evasión de los
románticos ingleses, alemanes y franceses del siglo diecinueve. En Norteamérica,
por su parte, como observara Van Wyrck Brooks, el descubrimiento de casi todos
los lugares de veraneo se debía a artistas y escritores. La invitación al viraje,
la ilusión de la partida, la sensación de aventuras, el espejismo de lo
desconocido y lo lejano estaba indisolublemente ligado a los valores del
romanticismo: el individualismo, el culto a la naturaleza, el amor pasión, la
búsqueda de la soledad y el silencio. No es casual que sea Inglaterra, donde la
sociedad industrial y el sistema capitalista llegaron hasta sus últimas
consecuencias en el siglo diecinueve, donde surge precisamente el movimiento
romántico de los poetas de la naturaleza. El culto de la naturaleza tenía un
evidente sentido de rechazo a la deshumanización de la técnica puesta al
servicio del capital.
Todo esto ha desaparecido en el siglo veinte.
La naturaleza ha sido asimilada por la sociedad capitalista. Al mismo tiempo
que la libre competencia se transformaba en monopolio, la artesanía en gran
industria, y el individuo autodirigido en el individuo dirigido desde afuera,
el viaje romántico del artista errante quedaba sin su base de sustentación
social y económica, la sociedad liberal, y se transforma inevitablemente en
todo lo contrario, en la mala colectivización del turismo de masas, expresión
representativa de la época del capitalismo monopolista y planificado donde ya
no existe ningún resquicio que permita la evasión rigurosamente dirigidas por
las técnicas autoritarias de manejo y manipulación del hombre.
Sebreli, Juan José. Mar del Plata. El Ocio Represivo. Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1970.
[1] Herbert Marcuse: Eros et civilisation, Arguments, París,
1963, pág. 12.
[2]
Paul Baran: Excedente económico e irracionalidad
capitalista. Cuaderno de Pasado y Presente, Córdoba, pág. 46.
[3]
Johan Huizinga: Homo ludens. Emecé Editores, segunda
edición, 1968, pág. 38.
[5]
Algunos filmes muestran
esa fantasía erótica de las vacaciones, el amor adolescente de El trigo joven, de Autant Lara-Colette,
la ambigua aventura adolescente de Agostino,
de Bolognini-Moravia, el amor madura de Locura
de verano, de David Lean.
[6]
Freud: Totem y Tabú. Obras completas, tomo VIII, Santiago Rueda, Buenos
Aries, 1953, pág. 146.
[7]
Freud: Psicología de las masas, Obras
Completas, tomo IX, pág. 77.
[8] Alphonse Dupront: Tourisme et péleringe, Comunications,
París, Nº 10, 1967, pág. 112.
[9]
F.G. Jünger: Perfección y fracaso de la técnica.
Sur, Buenos Aires, 1968, pág. 39.
[10]
Paul Nizan: Aden Arabie, La Flor, Buenos Aires, pág.
86.
[11]
Roger Caillois: Teoría de los juegos. Seix Barral,
Barcelona, 1958.
[12] Edgar Morin: L’Espirit du Temps, Grasset, París, 1962.
[13]
Julio Mafud: Sociología del fútbol, Americalee, Buenos Aires, 1967, pág. 17. Sobre
la crítica del fútbol como uno de los principales fenómenos de alienación de
masa de nuestro tiempo ver El fútbol,
Jorge Alvarez, Buenos Aires, 1967
[14]
Simone Weil: La condition ouvriere, Gallimard, París,
23ª edición, pág. 169.
[15]
La fiesta revolucionaria
como ruptura de la vida cotidiana tiende no obstante a reaparecer en nuestros
días, en la sociedad socialista, revolución cultural china, en el
neocapitalismo, movimiento de mayo 1968 en París, o en el Tercer Mundo, Córdoba
1969.
[16]
Por eso son injustas las críticas que algunos
argentinos, sobre todo desde la izquierda, hacen a Marcuse, en el sentido de
que la oposición de éste a la sociedad opulenta es totalmente ajena a nuestra
realidad de país subdesarrollado.
[17]
Es preciso aclarar que, por
supuesto, la libertad y la felicidad no se dará tampoco automáticamente con la
instauración de la sociedad socialista, en tano ésta no hay llegado a un grado
de pleno desarrollo y hay triunfado en escala mundial. La falsa libertad y la falsa felicidad se dan
también en nuestros días en las sociedades socialistas aún inmaduras, donde
como dijera Edgar Morin, el “happy end” de la sociedad capitalista se
transforma en “happy end” político.
[19]
El Bristol Center, actualmente en construcción, arrojará un cono de
sombra que dejará a la playa sin sol a la media tarde.
[20]
Elemire Zolla: Antropología negativa, Sur, Buenos
Aires, 1960
[21] Hans Magnus Enzensberger: Culture ou mise en condition?, Julliard,
Paris, 1965.
[22]
Martin Heidegger: La cuestión de la técnica, conferencia
del 18 de noviembre de 1953 recopilado en Essais
et conferencer, Gallmard, París, 1958.
[23]
Marx Horkeimer: Crítica de la razón instrumental, Sur,
Buenos Aires, 1969, pág. 48.
[25]
Ibídem, pág. 94.